Hace dos meses y medio llegó Lolita. Sus pulmoncitos recién comenzaron a funcionar cuando escuché, desde la plancha del quirófano, su gran saludo: ronco, vibrante, cálido, sano... al lado de mí, estaba mi compañero, quien tuvo que vestir un incómodo, por pequeño, atuendo de cirujano, ese traje azul tieso y sin forma.
Lolita pataleaba mientras yo la observaba de lejos; al principio estaba envuelta en una capa blanca y grasienta, tal como meses atrás vi a aquellos bebés de la televisión; después se fue poniendo rosada... cuando la acercaron a mi rostro lo entendí todo. Lo que meses atrás parecía de repente un calvario, no lo fue; las náuseas, mareos, hinchazón, e impaciencia quedaron atrás, ahora ni siquiera recuerdo los detalles de ese estado.
De esos nueve meses tengo en la memoria la emoción que sentía cada vez que iba a tomarme un ultrasonido; la ansiedad por saber el sexo de Masita, como la llamábamos antes de saber que sería una niña; también recuerdo las primeras patadas en el vientre, las maromas y las caricias de mi pareja sobre la panza, cuando se comunicaba con ella, con el "planeta Lolita".
Es increíble lo que una embarazada provoca en la gente. Yo me sentía radiante (a pesar de los famosos e inevitables juegos hormonales), y creo que reflejaba ese bienestar, porque recibí muestras de cariño de todos mis conocidos; atenciones que no esperaba de ciertas personas. A veces sentía que no merecía tanto amor, a veces no lo podía explicar... pero cuando me acercaron a Lola, cuando le dí su primer beso y toqué su rostro por vez primera, lo entendí todo.
Las mujeres verdaderamente damos A LUZ, es luz la que irradiamos durante el embarazo y es luz la que sale de nuestro vientre.
Lola es esa luz, incandescente, eterna, alucinante, deslumbrante... yo sólo existo porque ella existe.